Opinión

La noche en que creí que había arruinado mi vida

Una historia real para los que creen que ya van tarde

Recién graduado, lo único que tenía claro era que no quería ser contador, pero lo estudié porque así era antes, mi papá era contador y tenía esta idea —muy de los sesenta— de que en la familia tenía que haber un abogado, un contador y, si se podía, un doctor. A mí me tocó el de los números, me gustara o no.

Como no tenía muchos recursos, contactos, ni una pasión clara… traté de inventarme una.

Tenía 26 años y ya quería poner mi firma de consultoría comercial, creía que sabía más de lo que en realidad sabía, eso sí, me sobraban ganas.

Jorge, mi mejor amigo, estaba en una situación parecida, él sí amaba la contabilidad; siempre fue disciplinado, estructurado y enfocado. Había trabajado desde la universidad en el despacho de su familia, pero un día se salió para armar lo suyo, una firma de un solo socio, él.

Su computadora, su escritorio, su lista de pendientes… y ya. Los dos estábamos lanzando algo y los dos pensábamos que Cozumel podía ser nuestra salvación, así que viajamos hasta allá con la esperanza de encontrar clientes.

Hicimos lo que pudimos, tocamos puertas, presentamos propuestas, sonreímos más de la cuenta y regresamos sin nada; ni un sí, promesa o un “déjenme pensarlo”.

Llegamos de vuelta a Playa del Carmen de noche, sin ánimos, sin dinero y sin muchas ganas de hablar.

No había sillas libres en la terminal, así que nos sentamos en el piso contra la pared. Yo tenía hambre y no lo dije, pero sabía que lo único que me esperaba en casa era otra sopa instantánea.

Jorge tampoco hablaba, tal vez estaba haciendo cuentas mentales para saber si iba a poder pagar la luz de la oficina esa semana. Y ahí, sentados en ese piso de cerámica sucia, los dos sentimos lo mismo: el fracaso.

Nadie te prepara para fracasar a los veintitantos, para ver que tus ideas no funcionan, para darte cuenta de que estudiar una carrera no significa que ya tienes claro qué vas a hacer con tu vida o para ver que otros, los que no se esforzaron tanto, ya están ganando porque tienen negocios de familia, porque tenían el camino resuelto y porque les apasiona lo que hacen y ya van años adelante.

Nosotros no, nosotros teníamos hambre, cansancio, frustración… y un poco de vergüenza. No lo dijimos, pero los dos lo pensábamos: “Estamos fracasando.”

Sin embargo, ahí, en esa especie de derrota silenciosa, hicimos un pacto. Un pacto de no rendirnos, de avanzar, aunque no tuviéramos idea de cómo, de tomar decisiones incómodas si era necesario.

No nos dimos la mano ni juramos nada, solo nos miramos, nos paramos y nos subimos al autobús.

Y la vida siguió, Jorge no paró, no se desvió, trabajó cada día, encontró su nicho, lo cultivó y hoy tiene una firma sólida, respetada. No fue suerte, fue constancia.

Yo, en cambio, cerré la consultora, acepté un empleo, uno que me dolió aceptar porque en mi cabeza emprender era ganar y emplearse era perder. Pero ese empleo me abrió puertas, me enseñó de negocios, de equipos, de mí, me obligó a crecer y un día, sin darme cuenta, me vi liderando una multinacional. No porque todo saliera bien, sino porque me atreví a cambiar de rumbo cuando ya me estaba rompiendo.

Y más adelante, volví a emprender, pero esta vez, no desde el ego, sino desde la experiencia. Pienso mucho en esa noche y pienso en los jóvenes que hoy están igual;

con una carrera que no los llena, con un emprendimiento que no camina, sin trabajo, sin certezas y sintiendo que están tarde.

A ellos les diría que no estás tarde, estás en tu estación, literal o figurada, y lo único que importa ahora… es no quedarte tirado.

Haz tu pacto, acepta lo que te toca, rodéate de gente que te rete y súbete otra vez al camión, porque esa sensación de fracaso que sientes hoy… puede ser justo lo que necesitas para empezar de verdad.

Soy Mario Elsner.

“Te acompaño al siguiente nivel de los negocios”

Artículos Relacionados

Te puede interesar
Close
Back to top button